30/1/13

Oportunidades.

No hay otra cosa más universal que la muerte, es la estadística que se cumple siempre y, en cambio, nos resistimos a plantarle cara. Nos asusta morir, por supuesto, pero también afrontar las pérdidas que la muerte deja tras de sí; esas son realmente con las que tenemos que lidiar, continuar la vida sin un trocito de nosotros mismos.

Siempre me ha parecido muy duro e incluso macabro el hecho de tener que chocarnos contra la estampa de un ataúd con la imagen congelada de aquella persona que formó parte de nuestras vidas. Supongo que no todo el mundo repara en ese detalle, pero personalmente nunca un simple trozo de madera me había parecido tan horriblemente feo y desagradable.

Sin embargo, esa frialdad del ritual tiene su lógica y es que es necesaria para asumir lo ocurrido. Nos hace bajar rápidamente de esa nube en la que estábamos, en la que todavía no nos queríamos enterar de nada, en la que seguíamos riendo como si todo transcurriera con total normalidad. Poco a poco comenzamos a entender progresivamente que se ha producido una ruptura en el guión que hasta el momento seguíamos, se empieza a consolidar la realidad y a aceptar la pérdida.

Tras esto lo que viene es dolor, tristeza, melancolía… Se llena la mente de recuerdos felices con esa persona y nunca nos parece suficiente el tiempo que pasamos a su lado, las cosas que hicimos. Teníamos más para dar, pero ya es demasiado tarde y eso genera frustración. A veces incluso nos sentimos un poco culpables por haber deseado que acabase ya el sufrimiento, lo cual, tras el paso del tiempo, he llegado a comprender que es algo legítimo y normal, que no se es una malísima persona por ello ni se quiere menos a la persona desaparecida, al contrario.

Pero el dolor se pasa, aunque la melancolía siempre nos invada cada vez que se piensa. El tiempo lo cura todo dicen, yo pienso que eso no es verdad. El tiempo no cura nada, lo que cura es la acción: verbalizar, reflexionar, tomar conciencia de nuestras emociones, encontrar el sentido de nuestra vida, sentirnos libres de elegir no enquistarnos en el duelo para seguir recordando… Esas son las cosas que nos hacen avanzar y crecer como personas, es lo que los psicólogos llamamos “resiliencia”.

Y todo esto queda perfectamente dicho, pero la verdad es que yo nunca he aprendido tanto como de la muerte de un ser querido, uno en especial. No es un mero consuelo, sino una experiencia más que te abre la oportunidad de conocerte un poco mejor, pues a veces es necesario algo de sufrimiento para entender lo que es la vida.

Quizás depende del momento y la situación, pero yo puedo decir, con la cabeza en alto, que esa vivencia me transformó completamente y para bien. Desde entonces me comenzó a interesar más eso de escuchar a las personas porque me di cuenta de que el tiempo se escapa (tempus fugit!) y el tiempo perdido nunca vuelve; a veces nos perdemos grandes cosas solo por no prestar nuestro oído a las personas, sean quienes sean, y siempre podríamos haber sacado más de ellas, como ya he comentado antes. Esto es algo que me da mucha rabia, por eso intento siempre prestar atención a lo que la gente transmite o intenta transmitir y sacar una pequeña lección de esos detalles que si se desperdician, ya difícilmente volverán. Es un carpe diem, aprovecha el momento.

Además, también me volví más reflexiva y fue entonces cuando cree este blog, que a día de hoy me sigue ayudando a clarificar mi mente respecto a muy diversos asuntos que me rondan. 

En definitiva, puedo decir que fue duro, pero ahora mismo no cambiaría ni un ápice del pasado, gracias a él soy como soy ahora y creo que no está nada mal. Al final todo consiste en permitir el dolor y sacar partido de él para salir fortalecido.

2 comentarios:

Sara dijo...

Me ha encantado el post.
Como yo siempre digo, no quieras cambiar nada del pasado, porque todo pasa por algo y cada uno es lo que es ahora, gracias a él.

erMoya dijo...

Cuando vuelvo al pueblo es en mi costumbre ser el primero en despertarse. Uno tiene sus vicios, y encender la minicadena es el segundo paso del ritual tras poner primero el pie izquierdo (a conciencia) sobre el suelo. Pongo la música bajita, pues todos duermen. Conforme pasan los minutos, inconscientemente, voy contando los ruidos, los pasos ajenos. 1… 2… busco el momento para poder subir el volumen, cuando todos se hayan despertado. 3… no es el momento, siento que no lo es, que hay que seguir esperando. Pero es el momento. Ese es el momento.

El ataúd no me dijo nada. El mármol me sigue dejando tan frío como el primer día, tan frío como el propio mármol es. Pero poder subir la música, poder girar la rueda del volumen en ese preciso momento, eso, me mata.