En esa alcoba me atacó un día un fiebrón de pronóstico; mi mujer llamó al médico, don Mario Moreno, y éste me diagnóstico anginas y me recetó unos supositorios muy buenos, que eran la última palabra de la ciencia. Tenía que ponerme uno por la noche y otro a la mañana siguiente. Pues bien: después de cenar y cuando ya nos disponíamos a dormir, mi mujer me dio el primer supositorio pero cuando, lleno de resignación, iba a ponérmelo, se fue la luz sin esperar a que la apagásemos sino porque quiso, y la deprimente escena tuvo que ser rematada a oscuras y al tacto. A la mañana siguiente, mi mujer, que tiene cierta condicionada paciencia con los enfermos, me ofreció un nuevo supositorio incluso con su mejor sonrisa.
- Toma, Camilo José, ponte el otro supositorio.
Yo sentí que la sangre se me agolpaba en la cabeza, que de repente se vio invadida de las más negras ideaciones. La voz se me puso ronca y solemne y me cerré a la banda.
- No, hermosa, ese otro supositorio se lo va a poner tu madre ¡Con lo que rasca!
- ¿Cómo que rasca?
- ¡Pues claro que rasca! ¡Rasca un horror! ¿Te enteras? ¡Un horror!
- Pero, hombre, ¿cómo va a rascar un supositorio?
- ¡Yo qué sé cómo! ¡Lo que yo sé es que rasca! ¡Vaya si rasca! Prefiero las anginas a los supositorios, las anginas se quitaban solas, soplando bicarbonato y dándose toques con glicerina yodada. A mí déjame en paz.
Mi mujer, que no entendía nada, me peló un supositorio y me lo pasó por el dorso de la mano.
- ¿Cómo es posible que digas que esto rasca?
Guardé silencio; en mi obnubilada mente acababa de nacer un rayito de claridad. Cuando entendí lo que pasaba, volví a hablar.
- Perdona.
- ¿Por qué?
- No, por nada... Anda, dame el supositorio.
- ¿Te lo vas a poner?
- Sí. La culpa fue de la compañía de la luz, no tienen conciencia... Anoche, cuando se fue la luz, me puse el supositorio con el papel de plata... No se lo digas a nadie...
Volvamos al hilo del cuento, tras la amarga experiencia de mi iniciación en la terapéutica por vía anal.
[Camilo José Cela, prólogo a La colmena]