Creo que a todos nos suena familiar eso de querer limar todas nuestras imperfecciones y convertirnos en un ser tan perfecto como irreal. La sociedad nos presiona para convertirnos en seres angelicales, debemos hacerlo todo bien o jamás seremos triunfadores y personas de éxito, lo cual pareciera ser lo más importante que existe. Y aunque avancemos en nuestra lucha por conseguirlo, siempre ansiamos más y eso puede resultar frustrante: nunca llegaremos a ser como nuestro yo ideal y nuestra autoestima lo nota y se queja.
Es curioso pararse a examinar de dónde nos viene esa fiebre perfeccionista que nos impulsa a querer ser los más guapos, los más inteligentes, los más profesionales y los más simpáticos del lugar. Hace ya unos cuantos años un señor llamado Platón nos dijo a través del Mito de la Caverna que debemos salir de la oscuridad para elevarnos hacia la luz. Ese perfeccionamiento que se persigue lleva consigo también el concepto de progreso (de la oscuridad a la luz, de lo imperfecto a lo perfecto), otra noción que estuvo muy arraigada en el Siglo de las Luces. De esta manera, nos encontramos en el pensamiento platónico una dualidad entre la perfección y la no-perfección, lo feo y lo bello, lo bueno y lo malo. Para evolucionar debemos dejar atrás lo negativo (enfermedad, pobreza, fealdad) y alcanzar lo mejor (salud, riqueza, belleza) sin medias tintas.
Sin embargo, esta concepción cambia cuando nos referimos al pensamiento oriental. Luz y oscuridad son dos partes de una misma realidad que están en contaste fusión, por lo que no debemos olvidar la presencia de los claroscuros. Según el taoísmo existen dos fuerzas: el ying y el yang y nada es completamente ying o yang. Es imposible alcanzar la perfección absoluta, de manera que el Tao es simplemente el camino y nunca la meta. Todo se encuentra en equilibrio y nosotros debemos fluir intentando integrar todos los elementos de la realidad, sin dualismos que separen entre lo bueno y lo malo.
Sinceramente, a mí esta última filosofía me parece un alivio a la carga que soportamos día a día y es que, como decía Heráclito de Éfeso en una época anterior a Platón: “la enfermedad hace agradable la salud; el hambre la saciedad; la fatiga el reposo”. Dejemos de etiquetar todo en “bueno” o “malo” y fijémonos en la unidad, seguro que nos será más fácil amar aquellos detalles de la vida que son imperfectamente perfectos.